
Los días pasan sin fin, y el clima, en su eterna caprichosa, sigue igual. Los cielos, antes de un azul celestial, se han vuelto grises, y el sol, oculto detrás de la maraña de nubes, se niega a salir. Es entonces cuando la lluvia y el viento, incesantes y poderosos, me esperan al despertar.
La lluvia es como un ejército de lágrimas, cayendo en un campo de batalla de hojas y tierra. Cada gota, como una perla de tristeza, brilla con fuerza en su descenso al suelo. Y el sonido, oh el sonido, es una sinfonía de notas delicadas que me arrulla con su dulce melodía.
El viento, por su parte, es un aliado constante, un amigo que mueve las ramas de los árboles sin cesar. Y las hojas, como mariposas danzantes, juegan y vuelan sin parar en su vaivén.
Pero, ¿tendrá miedo el sol a compartir su luz con la lluvia? ¿O es que acaso teme que su brillo se apague bajo el diluvio? No sabe que su esplendor puede iluminar incluso en los días más grises, que su resplandor es el faro que guía a través de las sombras.
Llueve, llueve sin cesar, y yo, cobarde, me niego a salir. Tengo miedo de lo que me espera ahí afuera, de mojarme y empaparme hasta los huesos. Pero entonces, un día, cuando menos lo esperaba, el sol brilló con su fuerza y yo, impulsado por su presencia, salí corriendo sin pensar.
La lluvia me agarró desprevenido, me mojó de pies a cabeza. Pero su frescura, su aroma a tierra mojada, me hicieron sentir vivo. Y es que la lluvia y el viento, amigos y enemigos, son la esencia misma de la vida, la pulsión que nos hace vibrar.
No temas a la lluvia, ni al viento, ni a la tormenta. Déjate llevar por su abrazo, por su fuerza indomable, porque en su oleaje encontrarás la paz, la serenidad que sólo los elementos naturales pueden dar.
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