
En la vastedad del cielo, allá donde los ojos terrenales no alcanzan,
se despliega el paraíso de Dios, eterno en su divina danza.
Es allí donde surge el amanecer de cristal,
un espectáculo de luz y amor, universal y ancestral.
Las estrellas se desvanecen ante su majestuosa llegada,
y la luna se retira, su labor en la noche ya acabada.
Los primeros rayos emergen, de pureza y esplendor,
iluminando las nubes, en su divino candor.
Las puertas del cielo, de perlas y zafiros hechas,
se abren a este amanecer, su belleza en ellas reflechas.
El sol, faro divino, da vida a este reino celestial,
un lienzo en movimiento, un paisaje sin igual.
Este amanecer de cristal, donde el sol y las estrellas convergen,
es un reflejo del amor de Dios, donde la paz y la armonía emergen.
Los ángeles despiertan, sus alas de luz despliegan,
y en un coro etéreo, a su creador entregan su plegaria.
No hay lugar para el dolor, ni para la tristeza en este edén,
sólo el eco del amor de Dios, un canto que no tiene fin.
El amanecer de cristal, en su manto de luz baña,
al paraíso de Dios, en su divina campaña.
Y mientras el día avanza, en este reino sin tiempo,
se vive la esencia pura de un amor sin condimento.
Cada amanecer de cristal es una promesa, un nuevo renacer,
en el paraíso de Dios, donde la esperanza no deja de crecer.
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